¿Deberemos ceder nuestra superioridad a nuestras creaciones?

En la década de los 80, la de 1780, “El Turco” estaba de gira por Europa. “El Turco” no cantaba, sino que era una elaborada maravilla mecánica. Consistía en un torso de madera vestido con túnicas turcas sentado en un escritorio sobre el que había un tablero de ajedrez. Su brazo mecánico movía las piezas, y asintiendo con la cabeza declaraba el jaque. El Deep Blue de la época venció a experimentados jugadores como Benjamin Franklin y Napoleón Bonaparte, que tratando de hacer trampa en varias ocasiones, sacó de sus casillas al turco, que terminó revoleando las piezas.

Evidentemente, en esos tiempos, las máquinas todavía no vencían a los hombres al ajedrez. La maravilla mecánica era, en efecto, un fraude con mucho ingenio. El escritorio, a parte de poleas y piezas, contenía un compartimento secreto donde se escondía un maestro de ajedrez que seguía la partida a través de imanes en las piezas y que movía la mano del turco.

Grabado de El Turco
Grabado del Turco de Wolfgang von Kempelen.

Amazon se inspiró en él para un servicio web llamado Mechanical Turk (el relaxing turco mecánico) en el que se coordinan tareas que requieren inteligencia humana. Los solicitantes publican faenas tales como identificar cantantes en un CD de música, seleccionar fotografías o dibujar una oveja, por una simbólica remuneración, que miles de personas registradas pueden llevar a cabo. La premisa base de este sistema es que hay ciertas cosas que son fáciles para las personas, pero realmente difíciles para los ordenadores. Esta ventaja intelectual nos sigue aun haciendo creer que somos superiores.

No nos incomoda en absoluto que las máquinas nos superen sobradamente en tareas físicas. Es algo a lo que nos hemos acostumbrado desde hace tiempo. Nuestro orgullo humano se mantiene intacto siempre y cuando pensar sea algo exclusivamente nuestro. Pero el día que nos aventajen intelectualmente… ¿deberemos ceder nuestra superioridad a nuestras creaciones?

Para responder a esta pregunta hemos viajado al 2050, veintiún años después de que el primer ordenador superara el test de Turing. Los humanos podrán recibir actualizaciones biológicas en la forma de millones de nanobots campando por nuestro cerebro. Al igual que nuestros cuerpos, híbridos, la realidad estará aumentada. No existirá una línea clara que separe lo real de lo virtual. No nos preguntaremos si los humanos somos superiores a las máquinas, puesto que la definición de humano diferirá de la vigente medio siglo atrás.

Sin embargo, la llegada de la singularidad estará enormemente plagada de conflictos, producto de un avance tecnológico que atropellará al cambio cultural. La humanidad seguirá dividida, principalmente en dos feroces campos ideológicos, aquellos que sitúan a la figura clásica del ser humano como lo prioritario y aquellos a favor de superar las limitaciones del individuo tecnológicamente. Se sucederán oleadas de racismo exacerbando la superioridad de una emergente nueva especie humana.

No es para nada un visión apocalíptica, los conflictos van a existir siempre, y el futuro no es solo una cuestión de lo que es posible, sino de lo que es rentable. Nos volvemos al 2013, no sin antes hacernos con una botellita de nanobots que asegura el prospecto mantienen una erección el tiempo que uno desee.

The Uncanny Valley (El relaxing Valle Inquietante) es una explicación del porqué “El Turco” parece sacado del túnel del terror.

Reconstrucción reciente del Turco
Foto de una reconstrucción del Turco.

En 1978, el japonés experto en robótica Masahiro Mori, señaló un hecho interesante: las personas se sentían atraídas por los robots cuanto más se parecieran a los humanos, pero hasta cierto grado. No nos importa que un un androide se asimile un 50% a una persona. De hecho mola. Pero cuando un robot es demasiado realista, cuando alcanza un 99% de parecido humano, causa repelús y disgusto. Nos concentramos en ese 1% de diferencia. ¿La falta de respiración? ¿La sequedad en la comisura de los labios? El robot que molaba ahora parece más bien un cadáver animado. El Valle Inquietante es ese paradójico punto en el que una copia demasiado perfecta acaba aterrando. Un mago mola, pero alguien que lee tu mente no.

El valle es una curva dinámica como acentúa un hecho imprevisto ocurrido durante una prueba de un robot desarrollado en Los Álamos para uso militar. La máquina, un autómata de casi 2 metros con forma arácnida, debía recorrer un campo minado para desactivar cuantas más minas mejor. Debía hacerlo de la forma más efectiva para encontrar y desactivar minas, pisándolas. La prueba marchaba estupendamente, ya que después de cada explosión, el robot que yacía en el suelo con una pata menos, se levantaba estoicamente y proseguía la misión. Con una única pierna, temblando y avanzando de manera penosa, la máquina seguía haciendo un trabajo magnifico, pero el coronel en mando ordenó suspender la prueba. ¿Por qué? “Este test es inhumano”, respondió.

Puede que la respuesta a todo este desasosiego sean las emociones. Una vez que el pensar deje de ser una prerrogativa humana, nos especializaremos en la gestión de las emociones. Nuestro aprendizaje social y emocional será muy superior a las máquinas pensantes y nuestra hegemonía seguirá preservada. En palabras de Sidney J. Harris:

El verdadero peligro no es que los ordenadores empiecen a pensar como los hombres, sino que los hombres empiecen a pensar como los ordenadores.